La humanidad tiene el gran desafío de mitigar los efectos adversos del cambio climático cuanto antes. Estamos en la
década decisiva para lograrlo y evitar llegar a un punto sin retorno. Hay que encontrar la fórmula para eliminar miles de millones de toneladas de CO2 al año para evitar las consecuencias más catastróficas del clima.
Los esfuerzos de los países, las empresas y los ciudadanos van orientados, fundamentalmente, a transitar hacia un
modelo económico de bajas emisiones. ¿Qué implica esto? Se trata de un modelo de economía apoyado en cuatro pilares:
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El
fomento de la economía circular, con nuevos hábitos de consumo en empresas y familias más responsables y eficientes, basados en la cultura 3R (Reducir, Reutilizar y Reciclar)
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La prima para aumentar el
uso de la movilidad sostenible, bien mediante
vehículos eléctricos e híbridos o promoviendo el transporte en bicicleta
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La
transición energética hacia
fuentes renovables de generación de energía, aumentando los parques de energía solar,
energía eólica o de biomasa, que impliquen una considerable reducción de fuentes fósiles, así como vías de producción de biocombustibles ecológicos, como el hidrógeno verde
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Los planes de reducción de emisiones y secuestro de carbono
mediante procesos orgánicos en la naturaleza, como el
aumento de la masa forestal terrestre y otras soluciones como siembras de coral o
granjas de algas en el mar
Pero a estos esfuerzos de mitigación se une una visión sostenible radicalmente diferente. En lugar de planes de reducción de emisiones como estrategia central para frenar el calentamiento global, hay grupos de científicos que apuestan por el desarrollo alternativo de
soluciones de geoingeniería climática.
La geoingeniería es una
tecnología a escala planetaria e incluso espacial, con proyectos muy ambiciosos en tierra, mar y aire.
Sin embargo, la geoingeniería climática no es una idea nueva. De hecho, se remonta al año 1965, cuando un informe del Comité Asesor de Ciencias de EEUU advirtió sobre la necesidad de
aumentar la reflectividad de la Tierra para compensar el aumento de las emisiones de gases de efecto invernadero.
En otras palabras, proponía como principal línea de investigación aquella que desarrollara
proyectos para modificar el clima: no hablaba de reducir emisiones, sino de compensar emisiones.
Esta rama de la ciencia ha ido desde entonces ganando adeptos… y también detractores. Los países menos comprometidos con
rebajar las emisiones de CO2 son los mayores defensores, porque ven en estas soluciones una opción para proteger el planeta sin tener que sacrificar su estilo de vida actual.
Principales proyectos de geoingeniería climática
Hay muchas iniciativas en marcha y todas parecen futuristas. Se engloban, principalmente,
en dos movimientos:
Empecemos por el segundo, que es quizá el que mayor controversia está ocasionando. Estamos en el ámbito de la geoingeniería solar, que apunta a que es posible gestionar la radiación del sol y, como consecuencia, enfriar el planeta.
En este terreno, destaca la iniciativa de
SCoPEX, desarrollada por
científicos de la Universidad de Harvard, con apoyo financiero de Bill Gates, fundador de Microsoft y uno de los mayores filántropos del mundo.
Escudo para rebotar la luz solar
Aunque suene a ciencia ficción sus intenciones son muy reales: proponen
lanzar al espacio toneladas de partículas de aerosoles de sulfato de azufre, carbonato de calcio u otros compuestos no contaminantes y crear, mediante la dispersión de esta materia un
escudo de polvo estratosférico que “cubriría” el sol.
El objetivo es frenar de esta forma el calentamiento global: piensan que la radiación emitida por el sol se desviaría, disminuyendo el calor que llega al suelo terrestre. Hay críticos que se oponen a este experimento científico por sus potenciales consecuencias para el clima, en tanto sus defensores sostienen que el mundo necesita soluciones de impacto para
mitigar el riesgo del calentamiento global cuanto antes.
Los investigadores de SCoPEX basan su iniciativa en los efectos que dejó la erupción del
volcán Pinatubo en la isla filipina de Luzón en 1991. El volcán, de 1,700 metros de altura,
expulsó más de 20 millones de toneladas métricas de azufre a la estratósfera, a una altura de 20 kilómetros, y durante días se formó una nube de polvo de miles de kilómetros cuadrados. Todo el planeta se vio afectado: la luz solar se redujo un 2% y la temperatura media de la Tierra cayó 0.5 grados centígrados durante dos años.
Pero hacer realidad la propuesta de SCoPEX de
atenuar la radiación solar requiere inyectar en el espacio una ingente cantidad de aerosoles. En concreto, se necesitarían 25,000 toneladas para lograr la reducción a la mitad del calentamiento global en el primer año. Para 2040, esa cifra se multiplicaría por diez, hasta las 250,000 toneladas.
Los movimientos contrarios a esta investigación científica argumentan que el riesgo supera las oportunidades: es algo que no se ha probado anteriormente a esa escala y puede significar un
cambio dramático, impredecible e inmanejable para el clima y el planeta, que afecte a la biodiversidad, incluyendo la especie humana.
De momento, querían iniciar en junio con una fase piloto para monitorear el sistema operativo en Suecia, en el Centro Espacial Esrange en Kiruna, pero el gobierno sueco, ante las críticas y presiones grupos ambientalistas,
ha desmontado estos planes.
Este primer intento de experimento de geoingeniería solar puede postergarse hasta el año 2022. Si continuara la oposición de la opinión pública sueca, es probable que los responsables del eligieran otro lugar del mundo para comenzar con los primeros vuelos.
Captura artificial de CO2
La geoingeniería solar no es la única idea radical para mitigar el calentamiento global. En el ámbito de los proyectos CDR, existen iniciativas en tierra y mar para
capturar todo el dióxido de carbono que sea posible y sacarlo de la atmósfera.
Se estima que los ecosistemas terrestres naturales absorben cada año aproximadamente el 30% de las emisiones de carbono producidas por la humanidad. Los
proyectos CDR tratan de mejorar este resultado, aplicando tecnología de vanguardia.
A nivel terrestre se experimentan con diversas fórmulas de
captura y almacenamiento del CO2. En Islandia, por ejemplo, hay en marcha un proyecto para
convertir el dióxido de carbono capturado en una roca mineral. En el sur de la isla el suelo se compone mayoritariamente de basalto, una roca rica en calcio, magnesio y hierro, elementos necesarios para la
mineralización del carbono.
El CO2 se captura de la atmósfera en grandes instalaciones a través de enormes chimeneas. Lo disuelven en agua y, a continuación, lo inyectan en
depósitos cavados en la roca basáltica a 800 metros de profundidad. Allí se produce la reacción química y, en un promedio de dos años,
se convierte en mineral de carbono, con el resultado de que el CO2 ya no puede ir a ninguna parte.
A su vez estas plantas proveen a la población local de calor o electricidad, generados durante el proceso industrial.
Los promotores de esta iniciativa confían en que este sistema podría instalarse en todo el planeta, porque
el basalto es la roca más común en el interior de la Tierra y este proceso tecnológico solo acelera lo que la naturaleza lleva haciendo a su ritmo desde hace millones de años. El problema aquí es financiero: todavía es una tecnología sumamente cara para extenderla a una escala mundial.
Proyectos CDR marinos
Lo mismo ocurre en el mar. Hay una oportunidad de
restaurar la capacidad de mares y océanos para capturar CO2. Las praderas de pastos marinos almacenan de forma natural alrededor del 18% al 25% del carbono a nivel mundial: son un almacén gigantesco. Pero estos hábitats marinos se han perdido a una tasa anual de aproximadamente 110 km2 desde 1980. Más del 29% de los lechos de pastos marinos históricos conocidos han desaparecido.
Se quiere impulsar este mecanismo natural de los mares con ayuda de la tecnología, al
reproducir las corrientes oceánicas frías, que transportan las nutritivas aguas profundas a la superficie. Estas aguas llevan microalgas y placton capaces de cazar y fijar CO2 de la atmósfera.
Para lograr esto habría que instalar miles de bombas extractoras que succionarían el agua fría de las profundidades hacia la superficie.
Adicionalmente, hay otras líneas de investigación que están procurando
fertilizar los mares con micropartículas de hierro: esto estimularía el crecimiento del fitoplancton, aumentando con ello su capacidad para capturar más dióxido de carbono.
Sin embargo, no está claro que estos
proyectos de restauración vegetal en los mares puedan ser viables. Hay investigadores de Alemania que
ponen en duda esta capacidad de los océanos o, al menos, que sea una solución milagrosa y rápida. Sus experimentos establecen que estos proyectos no empezarían a surtir efectos positivos considerables hasta el año 2300, teniendo un impacto limitado hasta entonces.
A favor y en contra de la geoingeniería climática
Sean CDR o SRM, los defensores de estas tecnologías dicen que serán necesarias, porque el mundo tiene muy difícil poder lograr el objetivo de mantener el calentamiento por debajo del límite de los 2 grados centígrados, establecido en el
Acuerdo Climático de París.
En el lado contrario, lo que está claro es que todos
los proyectos de geoingeniería climática están sometidos al escrutinio público. Algunos son frontalmente rechazados; en otros casos, se exige mayor investigación en laboratorio antes de pensar en aplicarlos y todos se enfrentan a una necesidad de financiamiento muy alta, ya que son tecnologías de punta, difíciles de rentabilizar en estas etapas tan iniciales.
A mucha gente le preocupa, además, que estos proyectos se ejecutan
con poca transparencia. Y, finalmente, la gran mayoría de voces contrarias o que ponen en duda sus resultados afirman que, por más sistemas de geoingeniería climática que se instalen, esto solo permitiría
suspender temporalmente los esfuerzos de transición energética.
Así que la estrategia de reducir emisiones de CO2, mediante cambios drásticos en nuestro estilo de vida, es el camino más viable hasta el momento.